Cuando Luis, de tan sólo 6 años y sus amigos jugaban al fútbol con una pelota de harapos hecha por su madre en la calle del humilde vecindario donde vivía junto a sus padres y sus dos hermanos menores, no imaginó en ningún momento lo que iba a suceder. Que un auto de un negro reluciente podía llegar a aparcarse frente a él, menos aún que de él descenderían tres hombres vestidos de idéntica manera, camisa clara, corbata y trajes negros, cubiertos con parramos grises largos hasta los pies, apoyados en brillantes zapatos, y con sus rostros ocultos tras tupidos bigotes y lentes negros, y mucho menos imaginó entonces, que uno de ellos, de quien jamás se olvidará, se acercaría a él, que al igual que sus amigos habían detenido su juego alarmados por semejante aparición tan fuera de lo común en aquella zona, lo tomaría fuertemente del hombro y le preguntaría su nombre.
Luis sintió tanto miedo que apenas si pudo contestar. Entonces el hombre le preguntó si su padre se hallaba en casa, Luis respondió que sí, pero que estaba descansando, el hombre acercó más su rostro al de él y sin dejar de tomarlo de su brazo, bajó un poco sus lentes para mostrarle su dura mirada, sus ojos sin vida, y le dijo cruelmente: "Entonces ven a despedirte de él, porque no volverás a verlo".
Luis sintió tanto miedo que apenas si pudo contestar. Entonces el hombre le preguntó si su padre se hallaba en casa, Luis respondió que sí, pero que estaba descansando, el hombre acercó más su rostro al de él y sin dejar de tomarlo de su brazo, bajó un poco sus lentes para mostrarle su dura mirada, sus ojos sin vida, y le dijo cruelmente: "Entonces ven a despedirte de él, porque no volverás a verlo".
Luis se quedó paralizado, mirando a sus amigos, buscando una explicación, mientras los sujetos se metían en la vivienda.
Su padre no tuvo tiempo de nada, a duras penas pudo ponerse algo de ropa y despedirse de su mujer que lloraba desconsolada e impotente. Pero tuvo ese segundo de sabiduría instintiva, de amor supremo, cubrió sus manos esposadas con su saco y al pasar frente a Luis, alzó su vista y le guiñó un ojo, al tiempo que le decía que pronto estaría de regreso.
Su padre no tuvo tiempo de nada, a duras penas pudo ponerse algo de ropa y despedirse de su mujer que lloraba desconsolada e impotente. Pero tuvo ese segundo de sabiduría instintiva, de amor supremo, cubrió sus manos esposadas con su saco y al pasar frente a Luis, alzó su vista y le guiñó un ojo, al tiempo que le decía que pronto estaría de regreso.
El oscuro auto arrancó velozmente mientras las puertas aún se cerraban con violencia, atrás quedaba Luis, estupefacto, sin comprender nada.
Nos resta contar que Julio, así se llamaba el padre de Luis, era un obrero afiliado al partido comunista, que jamás había hecho nada más que trabajar duro por su familia y pensar distinto que la autoridad; que en su casa guardaba unos panfletos propagandísticos que podrían haberle costado la vida, pero que Ida, así se llamaba la madre de Luis, escondió entre sus ropas mientras los invasores escudriñaban toda la casa; que su mujer, a partir de aquel día, todas las noches se quedaba hasta muy tarde esperando la llegada de su esposo en silencio en la puerta de la casa, mientras los tres niños miraban desde la ventana.
Y una de esas noches, seis meses más tarde, Julio regresó. Había sido privado de su libertad, golpeado y torturado, habiá pasado frío y hambre, pero estaba otra vez en casa.
Sus hijos crecieron creyendo que había salido de viaje con tres amigos de la infancia. Su madre les contó la verdadera historia cuando Julio falleció treinta años después, rodeado de su familia y de sus queridos nietos.
Por Gabriel Real | La Sodera 2012
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