CONTRA LA PENA DE MUERTE

¿Por qué tendemos a justificar la muerte cuando es el Estado el que la ejecuta? Si repudiamos que una persona asesine a otra, por qué justificamos que lo haga el Estado. Los argentinos sabemos muy bien que la violencia en manos del poder nunca resultó favorable para la aplicación de la justicia. Si hacemos un poco de historia recordaremos los fusilamientos de Liniers y de Dorrego, los crímenes de la Mazorca de Rosas, los asesinatos de Facundo Quiroga, del Chacho Peñaloza, de Justo José de Urquiza, las masacres de las aventuras de Roca en el sur, las ejecuciones de la Revolución Libertadora, y más recientemente los secuestros, la torturas y las desapariciones de los gobiernos militares.

¿Acaso se pueden justificar estos acontecimientos desde alguna óptica? Muchos lo sabían y muchos se callaban, acompañando silenciosamente las matanzas. "Algo habrán hecho", "A mí no me vinieron a buscar", eran los comentarios. No fuimos capaces de pensar que en estas despiadadas cacerías caían culpables e inocentes, ni tampoco fuimos capaces de pensar que aún siendo culpables, se tendría que haber hecho con ellos justicia y no ajusticiarlos.

Hoy la coyuntura a puesto nuevamente en la orden del día, la cuestión de la pena capital. El grado de violencia y el desprecio por la vida que se vive cotidianamente, ha provocado que desde diferentes actores sociales se multipliquen los reclamos por la pena de muerte.

Uno puede comprender el dolor y la sed de venganza de alguien que ha perdido a un ser querido en un hecho de violencia, pero no a quienes se suben sobre ese dolor para volver a levantar la bandera de la pena capital. El asesinato del Estado es tan bestial como cualquier otro asesinato. No hay crimen más frío, más cruel y con mayor premeditación. Sólo piensen en el papel del sacerdote que en nombre de un Dios - que torturado, flagelado y cruxificado pidió redención para sus asesinos - le otorga la bendición al condenado y autoriza al verdugo a ejecutar la pena sin culpa diciendo: "Su alma está limpia", para tomar verdadera dimensión de lo estamos refiriendo.

En un texto de 1957 - Reflexiones sobre la guillotina -, Albert Camus narraba que en 1914, en Argel, se condenó a la guillotina al asesino de toda una familia de agricultores, niños incluidos. El padre, único sobreviviente, particularmente indignado por la muerte de los niños, se levantó muy temprano, se vistió y marchó hacia el lugar del suplicio, ya que deseaba presenciarlo, deseaba ver con sus propios ojos cómo se hacía justicia con el mounstruo. "De lo que vio aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente se puso a vomitar".


Por Gabriel Real  |  La Sodera 2012

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