En las sociedades de los países desarrollados - y en cualquier lugar del mundo donde se deje sentir la influencia del modelo dominante del capitalismo industrial - el trabajo se ha convertido en una forma de obtener dinero y éste en un medio para conseguir bienes. Esta cadena que llamamos «sociedad de consumo» es producto del gran crecimiento económico de los años siguientes a la posguerra mundial. La venta de productos de consumo crece de forma imparable gracias a la publicidad, dirigida a una población cada vez más amplia, que se encuentra en condiciones de adquirirlos. Las nuevas técnicas publicitarias presentan los productos no sólo de forma atractiva, sino haciéndolos indispensables, con el objeto de aumentar el consumo.
En muchas sociedades vivir es consumir y una nueva escala de valores, en la que se prima el éxito económico, la abundancia de bienes y la búsqueda del máximo bienestar, ha sustituido a otros principios. Todo se compra y se vende: la cultura, el deporte, las noticias, los sueños. Se estimula a través del cine, la radio, la televisión, de los diarios y de las revistas, el deseo por acceder a un mundo ideal y fantástico, al cual sólo se ingresa comprando determinadas “marcas” de productos. Para triunfar en la vida, hay que manejar tal automóvil, beber determinada gaseosa o vestir la ropa de los famosos. Incluso, las manifestaciones artísticas, como la música, el cine, el teatro o la literatura, son impuestas por la propaganda de las empresas discográficas, las distribuidoras cinematográficas y por las empresas teatrales o editoriales. Había nacido la cultura de masas, en la que era más importante la difusión que la creación artística en sí misma. Tenía más valor lo más conocido que lo más creativo o mejor producido. Prevalecía lo comercial sobre lo artístico.
Ello provoca profundas insatisfacciones entre quienes no consiguen esos objetivos: los marginados del sistema, los parados, los jóvenes que no acceden al trabajo, los jubilados que pierden su actividad y parte de su nivel económico.
A partir de los años 50, la modernización socioeconómica comenzó a expresarse claramente en el arte, la literatura y en otras manifestaciones culturales. A su vez, la expansión de los denominados medios masivos de comunicación, implicó una nueva y compleja relación entre las diferentes culturas. Sobre todo, porque el poder político y económico de los países centrales también iba a mostrarse en una capacidad, hasta ese momento impensable, de difundir sus valores culturales a otros pueblos.
A su vez, en el interior de cada sociedad, también existían determinados valores predominantes, es decir, un cuerpo de ideas coherentes que explicaban una particular visión del mundo e impregnaban la vida social y cultural de una comunidad. Y en toda sociedad, paralelamente a esa cultura dominante, surgieron grupos que se planteaban otros valores, otras ideas sobre lo que estaba bien o estaba mal, y que cuestionaron los valores los modos de relación y el sistema político de una época.
Esos grupos comenzaron a surgir en los años de posguerra, al calor de la urbanización y del crecimiento de la matrícula estudiantil en todos los niveles. Fueron movimientos que cuestionaron la forma en que estaba ordenada la sociedad y que se pronunciaron c por alternativas de vida distintas de las formas en que habían sido educados por sus mayores. Estas voces fueron, a veces, subculturas que expresaron a subgrupos de la sociedad, como pueden ser los jóvenes que utilizaban una manera particular de vestirse, hablar, etc., o auténticas contraculturas, es decir en corrientes de opinión que planteaban valores contrarios a los predominantes en la sociedad de la que eran parte.
La complejidad de este proceso de intercambio cultural estuvo dada, también, porque los modernos medios de difusión fueron parte de la Guerra Fría. Estos medios, controlados por los países centrales, comenzaron a irradiar a todas partes del mundo sus valores y hábitos culturales, como los que se correspondían con el mundo occidental y cristiano frente al ateísmo socialista. Otro importante elemento de propaganda fueron los comics, donde héroes dotados de poderes sobrehumanos - como Súperman o el Capitán América - lograron proteger al mundo occidental de la constante amenaza de sus enemigos.
Frente a esta influencia cultural, marcada y guiada por la sociedad de consumo, nacieron en la postguerra pensamientos alternativos a los dominantes, es decir verdaderos movimientos contraculturales: todos dieron muestras de inconformismo, rebeldía y resistencia a la imposición cultural a la que se sentían sometidos.
La denominada cultura beat se originó en los Estados Unidos y fue la expresión de una generación que no creía en los mitos de los adelantos científicos que habían producido la mecanización, ni en la adoración del dinero como medio de satisfacción. Allen Ginsberg y Jack Kerouac fueron - a través de poesías y cuentos que transitaban en revistas subterráneas (underground) sin circulación comercial - típicos representantes de una búsqueda por separarse de una sociedad que consideraban arbitraria y falsa. En ella los hombres - afirmaban - habían perdido la capacidad de comunicarse y vivir, producto de los bombardeos publicitarios que alentaban únicamente la superficialidad del confort: el auto, la casa, el televisor, etcétera. Para manifestar su disconformidad, alentaron la resistencia al consumo.
En Europa, junto al desarrollo del Estado de bienestar que daba lugar a la “sociedad del ocio”, la resistencia cultural se expresó también en el terreno filosófico: autores como Herbert Marcuse o Jean Paul Sartre adquirieron notoriedad en los 50, aunque sus libros y figuras fueron célebres en los 60. La búsqueda de lo auténticamente latinoamericano fue parte de ese pensamiento alternativo, y la crítica apuntó a padecimientos de sus habitantes por parte de dictaduras o regímenes que permitían y alentaban el despojo económico, acompañado de la destrucción de la identidad cultural propia. Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier y José María Arguedas fueron - entre otros - parte de esa generación que, en sus novelas, expresaron la resistencia y alternativa cultural en Latinoamérica.
En muchas sociedades vivir es consumir y una nueva escala de valores, en la que se prima el éxito económico, la abundancia de bienes y la búsqueda del máximo bienestar, ha sustituido a otros principios. Todo se compra y se vende: la cultura, el deporte, las noticias, los sueños. Se estimula a través del cine, la radio, la televisión, de los diarios y de las revistas, el deseo por acceder a un mundo ideal y fantástico, al cual sólo se ingresa comprando determinadas “marcas” de productos. Para triunfar en la vida, hay que manejar tal automóvil, beber determinada gaseosa o vestir la ropa de los famosos. Incluso, las manifestaciones artísticas, como la música, el cine, el teatro o la literatura, son impuestas por la propaganda de las empresas discográficas, las distribuidoras cinematográficas y por las empresas teatrales o editoriales. Había nacido la cultura de masas, en la que era más importante la difusión que la creación artística en sí misma. Tenía más valor lo más conocido que lo más creativo o mejor producido. Prevalecía lo comercial sobre lo artístico.
Ello provoca profundas insatisfacciones entre quienes no consiguen esos objetivos: los marginados del sistema, los parados, los jóvenes que no acceden al trabajo, los jubilados que pierden su actividad y parte de su nivel económico.
A partir de los años 50, la modernización socioeconómica comenzó a expresarse claramente en el arte, la literatura y en otras manifestaciones culturales. A su vez, la expansión de los denominados medios masivos de comunicación, implicó una nueva y compleja relación entre las diferentes culturas. Sobre todo, porque el poder político y económico de los países centrales también iba a mostrarse en una capacidad, hasta ese momento impensable, de difundir sus valores culturales a otros pueblos.
A su vez, en el interior de cada sociedad, también existían determinados valores predominantes, es decir, un cuerpo de ideas coherentes que explicaban una particular visión del mundo e impregnaban la vida social y cultural de una comunidad. Y en toda sociedad, paralelamente a esa cultura dominante, surgieron grupos que se planteaban otros valores, otras ideas sobre lo que estaba bien o estaba mal, y que cuestionaron los valores los modos de relación y el sistema político de una época.
Esos grupos comenzaron a surgir en los años de posguerra, al calor de la urbanización y del crecimiento de la matrícula estudiantil en todos los niveles. Fueron movimientos que cuestionaron la forma en que estaba ordenada la sociedad y que se pronunciaron c por alternativas de vida distintas de las formas en que habían sido educados por sus mayores. Estas voces fueron, a veces, subculturas que expresaron a subgrupos de la sociedad, como pueden ser los jóvenes que utilizaban una manera particular de vestirse, hablar, etc., o auténticas contraculturas, es decir en corrientes de opinión que planteaban valores contrarios a los predominantes en la sociedad de la que eran parte.
La complejidad de este proceso de intercambio cultural estuvo dada, también, porque los modernos medios de difusión fueron parte de la Guerra Fría. Estos medios, controlados por los países centrales, comenzaron a irradiar a todas partes del mundo sus valores y hábitos culturales, como los que se correspondían con el mundo occidental y cristiano frente al ateísmo socialista. Otro importante elemento de propaganda fueron los comics, donde héroes dotados de poderes sobrehumanos - como Súperman o el Capitán América - lograron proteger al mundo occidental de la constante amenaza de sus enemigos.
Frente a esta influencia cultural, marcada y guiada por la sociedad de consumo, nacieron en la postguerra pensamientos alternativos a los dominantes, es decir verdaderos movimientos contraculturales: todos dieron muestras de inconformismo, rebeldía y resistencia a la imposición cultural a la que se sentían sometidos.
La denominada cultura beat se originó en los Estados Unidos y fue la expresión de una generación que no creía en los mitos de los adelantos científicos que habían producido la mecanización, ni en la adoración del dinero como medio de satisfacción. Allen Ginsberg y Jack Kerouac fueron - a través de poesías y cuentos que transitaban en revistas subterráneas (underground) sin circulación comercial - típicos representantes de una búsqueda por separarse de una sociedad que consideraban arbitraria y falsa. En ella los hombres - afirmaban - habían perdido la capacidad de comunicarse y vivir, producto de los bombardeos publicitarios que alentaban únicamente la superficialidad del confort: el auto, la casa, el televisor, etcétera. Para manifestar su disconformidad, alentaron la resistencia al consumo.
En Europa, junto al desarrollo del Estado de bienestar que daba lugar a la “sociedad del ocio”, la resistencia cultural se expresó también en el terreno filosófico: autores como Herbert Marcuse o Jean Paul Sartre adquirieron notoriedad en los 50, aunque sus libros y figuras fueron célebres en los 60. La búsqueda de lo auténticamente latinoamericano fue parte de ese pensamiento alternativo, y la crítica apuntó a padecimientos de sus habitantes por parte de dictaduras o regímenes que permitían y alentaban el despojo económico, acompañado de la destrucción de la identidad cultural propia. Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier y José María Arguedas fueron - entre otros - parte de esa generación que, en sus novelas, expresaron la resistencia y alternativa cultural en Latinoamérica.
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