HIROSHIMA Y NAGASAKI


Cuando el Capitán Robert Lewis, co-piloto del avión B-29 bautizado como Enola Gay, vió alzarse en el cielo el gigantezco hongo producido por la explosión de la bomba que su avión acababa de descargar sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, dijo «Dios mío ¿Qué hemos hecho?».

Era 6 de agosto de 1945, llevaban seis horas de vuelo, durante las cuales en el vientre de su aeronave se terminó de armar el artefacto de uranio de 18 kilotones llamado Little Boy. Sabía que aquel día se estaría probando una nueva arma de destrucción masiva, pero la misión fue tan secreta que ni él conocía los estragos que produciría. La bomba mató a 140.000 personas, 70 mil en el acto y el resto por envenenamiento radiactivo.

Hacía cinco años que se venía trabajando en esta potente bomba, y el presidente Harry Truman no quiso quedarse con las ganas de probarla, a pesar de que Japón ya estaba virtualmente vencido, habiendo sido víctima de intensos bombardeos a lo largo de los últimos seis meses por parte de los estadounidenses.

No quedando satisfechos, se hizo una nueva prueba en la ciudad de Nagasaki, tres días después, esta vez con una bomba de plutonio de 25 kilotones, apodada Fat Man. El resultado no pudo ser más auspicioso para los científicos americanos: 80 mil muertos.

Ni siquiera la elección de los objetivos fue dejada al azar. Con la frialdad de un asesino, se dispuso que fueran estas ciudades las víctimas, por su amplitud y por tener mucha densidad de población. Inicialmente no eran puntos militares estratégicos.

Estados Unidos se dio el gusto de probar su nuevo poderío nuclear, y paralelamente consiguió la rendición incondicional de Japón el 15 de agosto de 1945.

Hoy por hoy, el país norteamericano se encarga de decidir quién puede desarrollar este tipo de armamento y quién no, invadiendo y matando gente en aquellos países sobre los cuales existan sospechas.

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