Mientras que Europa estaba en plena posguerra, Brasil organizaba el cuarto mundial. Los anteriores lo habían ganado Uruguay como local en 1930 y luego dos veces Italia en 1934 y 1938.
Para el evento, Brasil construyó el Maracaná en veintidós meses, con una capacidad de 183.353 personas. El mundial ofrecería dos novedades que hoy parecen pintorescas: se utilizó la pelota de cuero con válvula, abandonando la de tiento y aparecieron los números en la parte posterior de las camisetas.
Argentina no concurrió por motivos confusos. Alemania no fue invitada, castigada deportivamente por su derrota bélica y la caída de su régimen oprobioso, e Inglaterra se hizo presente por primera vez, siendo derrotada insólitamente por EE.UU.
El Mundial se preparó como una fiesta con el local como ganador irreversible. Estaban tan seguros de su triunfo que habían acuñado medallas con los nombres de los jugadores.
La campaña de Brasil fue contundente: 4 a 0 a México, empató 2 a 2 con Suiza, le ganó 2 a 0 a Yugoslavia. En la etapa definitiva le ganó 7 a 1 a Suecia que salió tercera, y 6 a 1 a España que salió cuarta. Así llegó al partido final con Uruguay.
Su adversario le ganó a Bolivia en primera ronda por 8 a 0. En segunda ronda superó con angustia a Suecia por 3 a 2 y empató con España sobre el final del partido en dos goles con un tanto de Obdulio Varela. Quedó así en la obligación de ganarle en la final a Brasil para consagrarse campeón.
El local con empatar conseguía su ansiado primer campeonato mundial. La mesa estaba servida. La fiesta preparada. El 16 de julio de 1950 sería un trámite.
El tan ansiado día, el Maracaná vibraba con las 199.854 personas, casi 17.000 más que su capacidad teórica. Sólo admitían y esperaban un solo resultado. Los diarios prepararon los títulos antes de jugarse el partido, con el triunfo de Brasil.
En los vestuarios, uno de los dirigentes del fútbol uruguayo se acercó al centrodelantero Omar Miguez y le dijo que el objetivo era perder por la menor cantidad de goles posibles. Con eso se consideraban cumplidos.
Sin embargo en el centro de la chancha el capitán Obdulio Varela tenía otros planes. El "Negro Jefe", les dijo a sus compañeros enfáticamente: "Los de afuera son de palo. Cumplidos sólo si somos campeones". Y entonaron su arenga de siempre: "Vayan pelando las chauchas/ aunque les cueste trabajo/ Donde juegan los celestes/ todo el mundo boca abajo.
Dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano, un apasionado de este deporte inigualable: "El fútbol es la única religión de verdad en un país ateo como el Uruguay". Este país pequeño es el que decretó la jornada de ocho horas de trabajo antes que en EE.UU. El primero en América Latina en tener ley de divorcio, separación de la Iglesia del Estado, educación pública gratuita y obligatoria y nacionalización de servicios públicos. El país era además un inmenso campo de deportes. Tal vez, ahí pueda encontrarse la explicación para que con escasísima población fuera campeón Olímpico en 1924 y 1928 y campeón mundial en 1930. Cuentan en Uruguay que cuando se le da una palmada a un recién nacido para que estalle en su primer llanto, el bebe responde llamativamente con un estruendoso grito de gol.
Los fotógrafos se concentraron sobre el equipo brasileño en su totalidad. Obdulio los chicaneó: "Vengan acá, que nosotros somos los campeones"
El primer tiempo terminó empatado en cero. Pero al empezar la etapa final, a los dos minutos, el puntero Friaca puso definitivamente a Brasil rumbo al campeonato. El Maracaná se estremeció. Escribió Osvaldo Soriano en su nota "El reposo del centrojás": "Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán - y mucho más- de ese equipo jóven que empezaba a desesperarse. Y clavó sus ojos pardos, negros, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial. Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para qué, desde entonces, el partido, el rival fueron otros. Hubo un intérprete, una estirada charla - algo tediosa – entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo."
Y brotó la garra charrúa y a fuerza de fútbol y coraje, a los 21 minutos empató Schiaffino. Pero aún no era suficiente, el empate no servía y los celestes comandados por Obdulio siguieron yendo al frente. En medio del encuentro, el mediocampista brasileño Bigode cometió una sucesión de infracciones violentas contra el puntero uruguayo Gigghia. Obdulio reaccionó, y ante la pasividad del árbitro decidió hacer justicia por mano propia. Una patada impactó sobre el tobillo de Bigode. Mientras éste se retorcía de dolor en el piso, Varela se agachó y le dijo: "¿Vio? Voce empezó, ahora aguántesela si es macho.
Faltando nueve minutos Ghiggia puso justicia, marcando el segundo gol. Y fue el del triunfo nomás, porque así se fue el partido. El silencio cubrió al estadio y hasta a los relatores se quedaron mudos. "El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de la gloria" escribió Soriano.
El presidente de la FIFA, Jules Rimet le entreguó, casi a escondidas, la Copa al capitán, estrechándole la mano, sin poderle decir una palabra. La muchedumbre se fue marchando lentamente.
Cuando termino el partido, el periodismo se disputó las declaraciones de Obdulio Varela. No se atribuyó ningún mérito especial. Ganamos por casualidad afirmó. Cuando quisieron sacarle fotos, se puso de espaldas. A la noche se vistió al estilo Bogart y salió a andar por los bares de Río de Janeiro. Se solidarizó con la angustia y el llanto de los brasileños y se abrazó con ellos en esa noche de dolor inenarrable. En su desconsuelo no reconocían a quién deportivamente habían sido su verdugo.
Los dirigentes uruguayos que rogaban no perder por goleada se quedaron con las medallas de oro y les entregaron a los jugadores unas de plata.
Obdulio Varela jugó el Mundial de Suiza de 1954 con 37 años. Nunca perdió un partido vistiendo la camiseta nacional. Luego se retiro del fútbol y murió en 1996, a los 78 años en su casa del Barrio La Española. Su compañera Catalina había muerto seis meses antes. Como un estigma que persigue a los hombres invencibles, no pudo sobreponerse al fallecimiento de su esposa.